Escribe: Nahum Mirad (*)

La Ley de Mutualidades de Argentina, Ley 20.321, en su artículo 2°, establece dos funciones primordiales para estas organizaciones: «la ayuda recíproca frente a riesgos» y «la concurrencia al bienestar material y espiritual» de sus asociados y asociadas.

Vamos a profundizar en la noción de riesgo y sus implicancias actuales. En los últimos años, numerosos autores han reflexionado sobre los riesgos presentes en nuestras sociedades caracterizadas por la modernidad avanzada. Las ideas predominantes en este tema señalan que a los riesgos de catástrofes naturales se han sumado los riesgos generados por el devenir de la vida social de la modernidad avanzada: riesgos de desempleo, riesgos de crisis financieras, riesgos pandémicos en un mundo interconectado, entre otros. De esta forma, nuestras sociedades se hallan atravesadas por riesgos omnipresentes. ¿Qué implica todo esto para las personas? Principalmente, que la satisfacción de nuestras necesidades, especialmente a largo plazo, se ha convertido en un desafío cada vez más difícil de abordar.

Sin embargo, la cuestión va más allá. La dificultad de satisfacer las necesidades futuras da lugar a la incertidumbre y, como consecuencia, a la desesperanza. Nos encontramos en una época caracterizada por una sensación generalizada de desesperanza que, entre otras cosas, se manifiesta en la crisis de las representaciones políticas en todo el mundo. Y no estamos hablando únicamente de Argentina, ya que este fenómeno es global.

El problema trasciende la esfera de las formas de representación. Las instituciones que han surgido a lo largo de la historia para abordar estas necesidades, como los Estados y las empresas capitalistas en su fase actual, donde unos pocos grandes fondos financieros dominan la escena, se enfrentan a desafíos significativos, que podríamos calificar de insuperables. En lugar de ofrecer certezas, Estados y megaempresas dedican gran parte de sus esfuerzos a gestionar los riesgos que ellas mismas generan, sin lograr resolverlos, lo que da lugar a una profunda crisis de legitimidad.

Hoy en día, la función tradicional del Estado-nación se encuentra erosionada, ya que ha perdido atributos clave, como la capacidad de regular el mercado, mediar en el conflicto social y proporcionar servicios universales. Al mismo tiempo, las modernas mega-corporaciones ejercen su dominio en mercados a escala global, socavando la diversidad y la competencia de las pequeñas y medianas unidades productivas. El capitalismo, en su forma actual, se convierte en un destructor de capitales, autodestructivo y estancado en su promesa de crecimiento continuo.

La desesperanza es el resultado de la promesa de un desarrollo de las fuerzas productivas que debería incluir a las personas a través de un consumo capaz de generar bienestar, pero que se enfrenta a la falta de crecimiento económico suficiente en las últimas tres décadas. Nos encontramos en una economía que no genera suficientes empleos formales (aunque esto no significa que no haya trabajo), que no mejora los ingresos ni las condiciones de vida de la mayoría, y que produce millones de jóvenes sin lugar en el mercado laboral o en las instituciones de educación superior. Todo esto se da en un contexto de desigualdades profundas, lo que se traduce en frustración, desaliento y malestar.

La denominada «economía de plataforma» emerge como una manifestación avanzada de esta profunda reconfiguración sistémica, caracterizada por su desterritorialización, la colaboración y, al mismo tiempo, la disolución de las solidaridades que solían existir en las sociedades industriales. En esta era, los derechos conquistados a través de las luchas obreras y los Estados que solían garantizarlos se ven desafiados y replanteados.

Los riesgos globales, que abarcan dimensiones sociales, ambientales y económicas, dejan de ser nociones abstractas y tienen consecuencias cada vez más tangibles en nuestra calidad de vida. La insostenibilidad ambiental del modelo productivo, la falta de solidaridad en el sistema socioeconómico y el aumento de la exclusión social ejercen un impacto profundo en las comunidades y culturas en todo el mundo. Acceder a alimentos, atención médica, empleo digno, cuidado infantil y atención a la vejez, por mencionar algunos ejemplos, se convierte en un desafío caracterizado por niveles significativos de inseguridad en las escalas personal, familiar, comunitaria, nacional e incluso global.

Las decisiones sobre cómo abordar estos crecientes riesgos, cuestiones cruciales para nuestras vidas, escapan a nuestro control y al de los sistemas de representación tradicionales. La necesidad y el derecho a la participación se redirigen hacia el uso y el consumo de medios de comunicación y redes sociales, donde nuestras preferencias son analizadas a través de la minería de datos, y se construyen legitimidades y consensos de muy corto plazo basados en algoritmos que perpetúan burbujas informativas sesgadas. A pesar de que tenemos acceso a una gran cantidad de información, en realidad sabemos cada vez menos, ya que la fragmentación de la realidad percibida no nos permite tener una comprensión integral de la misma.

El problema no se reduce únicamente a la economía; es la desesperante (y desesperanzadora) sensación que experimentamos, todas las personas, de esperar lo que sabemos que nunca ocurrirá: la construcción de certezas en nuestras vidas. La pandemia de Covid-19 ha profundizado aún más esta sensación de «riesgo global» y de futuro incierto. La falta de respuestas adecuadas ante un presente y un futuro inciertos genera una sensación de desamparo generalizado y la pérdida de perspectivas de un futuro mejor, lo que, a su vez, se traduce en desesperanza.

Los riesgos globales que afectan a la sociedad tienen un impacto cada vez mayor en nuestras vidas, amenazando la satisfacción de nuestras necesidades básicas, la seguridad, la protección, el acceso a servicios esenciales y el ahorro generado a través del trabajo. Sin certezas sobre cómo abordar estos riesgos en aumento y con las instituciones tradicionales perdiendo legitimidad, la esperanza se desvanece rápidamente. Esto, a su vez, socava las identidades individuales y colectivas, incluyendo las identidades nacionales.

La desesperanza y el enojo que genera la incertidumbre y la falta de respuestas a los riesgos globales se traducen en nuevas representaciones políticas que se caracterizan por el rechazo a las instituciones tradicionales y la búsqueda de alternativas, muchas de las cuales recurren a ensayos previamente fracasados o simplemente inviables.

Por otro lado, la esperanza es un sentimiento que nos prepara para enfrentar los desafíos, desarrollar resiliencia y construir visiones de futuro. En las sociedades dominadas por el riesgo, la esperanza se convierte en un recurso esencial que nos permite resistir la desesperanza y encontrar alternativas a los caminos que nos han llevado a situaciones problemáticas.

En este paisaje desafiante, surge la pregunta: ¿cómo podemos fomentar una visión esperanzadora del futuro?

Frente a los desafíos globales, las cooperativas y mutuales emergen como organizaciones diseñadas específicamente para abordar estos riesgos a través de la ayuda mutua, el esfuerzo conjunto, la acumulación de ahorros y una gestión democrática y solidaria, orientada a satisfacer necesidades comunes e integrales. La base doctrinaria de estas organizaciones se fundamenta en la creación de espacios de participación mediante vínculos comunitarios, basados en la colaboración mutua y el esfuerzo propio, que fomentan acuerdos y consensos orientados al bienestar de sus miembros. Este tipo de organizaciones de «escala humana» abordan de manera integral las necesidades, lo que las convierte en una respuesta estratégica a las crisis en las sociedades del riesgo y potencia su capacidad para generar esperanza.

Organizaciones como las mutuales, cuyo rol primigenio consistía en generar seguridad y protección ante situaciones específicas de pequeños grupos de personas, emergen como actores preparados para abordar estas necesidades de manera precisa y eficaz a escala ampliada. Cuando la desesperanza se arraiga en la sociedad en su conjunto, estas organizaciones adquieren un papel crucial como agentes políticos capaces de fomentar la resiliencia y, por ende, construir esperanza en diferentes grupos de personas.

Lejos de ser un modelo experimental, las cooperativas y mutuales representan una realidad con una historia rica, arraigo en comunidades locales, diversidad, una masa crítica significativa y la capacidad de responder a nivel local, nacional e incluso más allá. Esto es particularmente evidente en Argentina, donde este modelo ha florecido con una amplia gama de experiencias diversas. Actualmente, en Argentina, existen más de 25.000 entidades de economía social, que contribuyen con más del 15% del Producto Interno Bruto y agrupan a 27 millones de personas.

En el caso de las mutuales, en nuestro país hay en la actualidad 3.851 mutuales vigentes distribuidas en la totalidad de las provincias, aunque su preeminencia se encuentra en la región Centro, donde dos tercios de estas organizaciones tienen su sede. Estas entidades cuentan con 3,152,880 asociados/as activos/as, 5.851.450 asociados/as adherentes y 1.341.433 asociados/as participantes, llegando así a poco más de 10 millones de personas con sus actividades.

Organizaciones que, mediante la activa ayuda mutua y el esfuerzo propio, logran atender necesidades y construir certezas en entornos dominados por los riesgos, son indispensables para el desarrollo de vínculos resilientes y esperanzadores.

Es en este marco que el fundamento mutualista, materializado en el artículo 2 de la Ley de Mutualidades cobra un profundo y actual significado: Las mutuales “Son asociaciones mutuales las constituidas libremente sin fines de lucro por personas inspiradas en la solidaridad, con el objeto de brindarse ayuda recíproca frente a riesgos eventuales o de concurrir a su bienestar material y espiritual, mediante una contribución periódica”.

(*) Director del INAES

ESCRIBANOS UNA RESPUESTA

Por favor escriba su comentario
Por favor ingrese su nombre acá